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Mi Jueves Santo particular

Me solicitan mis hermanos del “Amarrado” que escriba unas letras en su revista digital de la hermandad que lleva el título de “La Columna”. Con sumo gusto me acerco a esta publicación de índole anual que sirve de canal de comunicación entre hermandad y hermanos.
Después de pensar durante varios días, que tema seleccionaría para intentar acercarme a ella de forma que pudiera resultar interesante para el lector, me he decantado por contar como vive y siente mi corazón la procesión de “Paz y Caridad” en el único jueves que aún continua brillando, y de que manera, el sol. Puesto que resulta evidente que de aquellos tres relucientes jueves (Corpus Christi, y el día de la Ascensión) en la ciudad de Cuenca, sólo nos queda Jueves Santo.
Aprovecho la oportunidad que me ofrecen de escribir en esta decana revista digital, para señalar en ella que en la primera procesión que este nazareno, y de apellido de Cuenca, participó fue en el desfile de Paz y Caridad. En concreto, acompañando a la Venerable Hermandad de Jesús Caído y La Verónica, allá por los años ochenta. Justo cuando empezaba a acercarme a esta hermosa e inigualable pasión que dio como fruto un flechazo hacia la misma de por vida.

Recuerdo con la memoria de cinco años, que me llama altamente la atención los numerosos e
incontables nazarenos que vistiendo túnicas de diferentes colores abigarrados, rebosaban por los
aledaños de la Parroquia de la Virgen de la Luz, momentos antes de la salida de la procesión. Me
daba miedo cruzar el puente de San Antón, y me agarraba fuertemente a la mano de mi padre, que
como lazarillo me llevaba a participar en mi primer desfile nazareno.
Ahora, cada Jueves Santo, que me voy acercando al barrio de San Antón, vuelve a mí de nuevo el
recuerdo imborrable de aquel primer desfile. Mis primeras emociones, mis cinco sentidos intentado
captar todo lo que llegaba a su alcance. La Banda de Cornetas y Tambores de la Guardia
Civil con sus gaitas y sus uniformes de gran gala que hacían reflejar en el tricornio en fieltro negro con galardón dorado el intenso sol del comienzo de la tarde, dándole solemnidad a la procesión. Perfectos toques de tambores, que abrían de par en par las entrañas del alma para que entraran por ellas escenas de una Procesión de Paz y Caridad, diferente y sin precedentes. El talán triste y lastimero de la campana que anuncia la muerte con su clamor y prosa abre el desfile de “Paz y
Caridad”. Surgía entonces cruzando el río sobre aquel puente de grande ojos el “Cristillo”. A mí me llamaba la atención esta pequeña imagen, porque me habían contado que acompañaba a los condenados a muerte el día de su ejecución desde la celda hasta el patíbulo y desde éste hasta el lugar del enterramiento. Al poco tiempo, todo esto que se decía de esta imagen lo corrobora y cuenta Luis Calvo Cortijo en el primer video de la Semana Santa de Cuenca, editado por la Caja Rural.

Cuando lo tuve cerca me imaginaba la escena y pensaba cómo sería el encuentro del ajusticiado con la mirada dulce del Cristillo. Deduje que ésta sería reconfortante y esperanzadora. Que cariño y afecto le tengo a esta imagen, fue el primer paso que llevé en hombros junto a mi primo “Jesusito” que al poco de sacarlo se lo llevó al paraíso divino junto a Él. Seguidamente desfilaba el “Huerto de San Antón”. Me fijaba en su olivo fresco y en la composición de las figuras, pero no llegaba a gustarme, (luego, con el paso de los años, sabría la respuesta). Me gustaba más el que había ido a
ver con mi madre la noche de antes, el que salía de San Esteban, ese sí me llamaba la atención. Su enorme dimensión y amplitud. El sonido de sus horquillas y sobre todo la fortaleza de esos súper-hombres que lo portaban en sus recios hombros. También me di cuenta que apenas llevaba hermanos y eso me entristeció mucho. Le comentaba a mi madre que a esa hermandad le pasaba como a la nuestra de la “Verónica” que apenas salían hermanos.

Poco a poco iba contando los pasos que iban saliendo de la Iglesia de la patrona de Cuenca. Sabía, por mis primos, que nos situábamos detrás de un paso que solo llevaba una cabeza y una corona con
las manos cruzadas y un cordón al cuello. El “Ecce Homo” decían ellos, sin saber por qué.
Como una escena de las películas que se emitían por la primera cadena de Televisión Española, sobre la vida y la muerte de Jesucristo, en plena época de Semana Santa, aparecía por el pórtico de
la iglesia camino del puente, un Jesús atado a una columna y detrás un fornido verdugo que simulaba azotar brutalmente al Señor. Concordar ese Paso, con las escenas que había visto en la película días
atrás, me consternaba y producía inquietud interior.
Años más tarde, sigo emocionándome y viendo en la mirada del “Jesús Amarrado de Cuenca”, una dulzura acompañada de una rica ternura que me expresa: “ Padre, perdónalos no saben lo que hacen”.
Seguidamente iban los hermanos de la “Caña” con su túnica y capuz de color granate. Su uniforme me llamaba poderosamente la atención, recuerdo que eran muy pocos también en sus filas, semejante a lo que nos sucedía a todos los primeros en desfilar a excepción de las dos últimas hermandades que llenaban considerablemente las filas de hermanos. Recuerdo que llevaban túnica de cola que arrastraban por el suelo, no lo había visto nunca, y también me viene a la memoria un hombre gordo con barbas que con voz cuajada, de registros graves, gritaba ¡La Caña al hombro!
Con el tiempo lo conocí, era José Luis Lucas Aledón, todo un fenómeno social en Cuenca. Quién me iba a decir a mí, qué esta familia de hermandad sería en un futuro mi cofradía de la tarde de Jueves Santo.
Era el turno del Ecce-Homo de San Andrés. También vestían con capuz granate y cinturón de color amarillo, colores estos distintos a los habituales en nuestra Semana Santa, estamos acostumbrados a ver en los desfiles el predominio en los hábitos del morado y negro. Me fijaba mucho en los solados romanos que le escoltaban a los lados muy bien vestidos, me daba la estampación el ver a una Guardia Pretoriana. Por fin, era nuestro turno. Todas las hermandades que formaban el desfile salían del interior de la parroquia de la Virgen de la Luz, a diferencia de la “Verónica” que depositada en un camión después de haberla traslado desde la iglesia de los Padres Salesianos, esperaba como si se tratará de un paquete hasta que le tocará desfilar. Triste imagen aquella, que afortunadamente después de mucho luchar, se pudo conseguir que saliera del templo dónde comienza el desfile.
Aún retumban en los salones parroquiales de San Fernando las voces de la discusión acalorada que
mantuvimos Jesús Guijarro, Secretario por aquel entonces de la Hermandad, y un servidor para que se votará en la Junta General, salir desde dentro de la iglesia. Consiguiéndolo por fin.
Una vez dentro del desfile mis primos y yo, comenzábamos la subida por el puente de la Trinidad,
Palafox, en dirección a la Plaza Mayor. El calor de las primeras horas de la tarde se dejaba sentir y de qué manera. El árbol del amor situado en la curva del Conservatorio, recibía con sus hojas en forma de corazones y de color rosáceo a las imágenes, que lentamente pasaban rodeándolo.
Miraba hacia atrás y veía desfilar a las dos últimas hermandades que cerraban el desfile del Amor Fraterno, llevaban muchos hermanos, en particular la hermandad de Jesús del Puente, casi todos los amigos que tenía, desfilan en esa hermandad. El desfilar de sus banceros era muy lento con un ritmo cadencioso que simulaba que el “Jesús” andaba cuesta arriba con la cruz sobre su hombro.
La hermandad de la Soledad del “Puente” cerraba el cortejo procesional. Siempre me ha gustado el rostro de esta Virgen, por su belleza, que combina serenidad y dolor. Su mirada de madre me es muy allegada para mí. ¡Cómo si la viera reflejada en alguien muy importante para mí!
Era un espectáculo para los sentidos fisiológicos, percibir, sentir y contemplar como ascendían las imágenes. Como marcaban y señalaban con su lento andar, las escenas de la Pasión del Señor, relatadas en el evangelio de San Juan. Alzad la mirada y disfrutar. Se colaba en nuestra hermandad el artístico y bello sonido de la marcha procesional de “Mater Mea” del compositor Ricardo Dorado, procedente de la Banda de Música que llevaba detrás del paso la Hermandad de Jesús del Puente. Era una complacencia y gozo para los oídos.

Al llegar a la Puerta de San Juan, sentimos desde dentro de la “Verónica”, una aire fresco que viene de la sierra de Cuenca, que aplaca la tarde calurosa que vivimos. Paso a paso, llegamos a la Plaza Mayor. Las imágenes se van colocando al fondo de está, enfrente de la Catedral simulando un verdadero museo de esculturas estéticas y primorosas de nuestra Semana Santa. Toca merendar en familia, el bocadillo y la “mirinda” de naranja. Reponer fuerzas porque, según cuentan los mayores, queda mucho recorrido y se necesitan fuerzas. Un largo descanso, pues se estaban celebrando los
Santos Oficios del Jueves Santo, con la misa vespertina, que hace que muchos lo aprovechen para beber más de la cuenta (malos años para la Semana Santa, aquellos ochenta).
Por composturas inadecuadas, casi nos quedamos sin ella. ¡Qué mal recuerdo!, me pongo muy tenso cuando lo recuerdo. Afortunadamente aquellas conductas ya son historia negra.

De nuevo el toque sincrónico de llamada de la Banda de Cornetas y Tambores de la Guardia Civil, indicando que la Procesión comienza a bajar en busca de la parte nueva de la ciudad. Cada Hermandad iba ocupando su sitio en el desfile. Me acopló en la fila con mis hermanos de la
Verónica, y comenzamos a descender. Los cereros nos encienden las tulipas. ¿Cuántas habré roto desde entonces? Confieso que una por día. A la altura del Oratorio San Felipe Neri, escuchó el
primer Miserere en directo de mi vida, a cargo del Coro del Conservatorio dirigido por D. Fortunato Martínez. Esto produce un impacto maravilloso en mí, que me da la respuesta al porqué me encontraba ahí, desfilando en ese momento y por siempre jamás cada Semana Santa. Pasar los pasos por la estrechas calles de Solera y Peso, es todo un alarde de fuerza y equilibrio para los banceros, que ya empiezan a notar que las fuerzas fallan. La noche empezaba a entrar en el desfile y se produce un rio de tulipas encendidas que descienden en busca del templo de salida. Muchas horas de desfile llevan ya mis rendidas y tiernas piernas.
El fugaz resplandor de las luces que ilumina las imágenes van proyectando las sombras alargadas de éstas, como si fueran lienzos sagrados que flotan en las paredes, con la oscuridad de la noche cargada por completo en el desfile.

A la altura del jardinillo de El Salvador, puedo observar con detalle el espectáculo de luces y sombras que realizan las imágenes al salir de la curva de la calle del Peso. Las largas horas de procesión hacen mella en mí. Pero tengo que llegar a San Antón, -cómo sea- es un reto. Me habían dicho los mayores en la Junta General que el buen nazareno sale de la iglesia con la imagen y regresa con ella. No vale quitarse. El caminar por la puerta de Valencia se hace lento, demasiado. Dicen que la Virgen se
ha quedado en la calle del Peso, esto sigue siendo igual que ahora. Toca unificar la
procesión, se produce una parada en la antiguo estacionamiento de los Taxis.
Recuerdo que este hecho lo aprovecharon muchos nazarenos para hacer el “éxodo”.
Con una procesión muy mermada de nazarenos acometimos la interminable calle de Carretería. Aparece en mí por momentos el agotamiento y el decaimiento con unas ganas locas de abandonar mi sitio en la procesión. Pero hay una voz, dentro de mí que me dice: ¡adelante, hay que continuar!
Veo por la filas a mi familia, que viene a recogerme. Me indican que me quite y yo les
digo que no. Que me esperen en San Antón, en la puerta de la iglesia, que tengo que llegar.
El final ya es una realidad y no imaginario. Los banceros de “La Verónica” lo saben. Por la
calle de Calderón de la Barca, el ritmo en su andar se acelera, los golpes en el suelo con
las horquillas de hierro son bestiales, contagiados por los banceros de delante que
han acelerado su ritmo en el caminar. Me fijo y apenas quedamos hermanos, no
exagero si digo qué no vamos más de cuatro a cada lado, y esto sucede en todas las hermandades primeras.

Vuelvo la vista para atrás y me sorprende observar que hemos perdido a los dos Hermandades que van detrás nuestra. Se ha cortado la procesión. Hay turistas y gente que no saben que aún faltan dos hermandades por llegar y toman la calle. Por fin, llegamos a San Antón, entrada ya la media noche. De nuevo el camión para llevarse en su remolque la carga de la Verónica hacia la Iglesia de los Padres Salesianos. Regreso sin fuerzas a casa y al llegar a la altura de la antigua fuente de colores, hoy en día Plaza del Nazareno, me encuentro con las Hermandades del “Jesús del Puente” y de la Virgen de la Soledad, que fieles a su caminar pausado en el desfile, no dejan de hacerlo hasta el final del mismo, dónde les volverá a recoger el Júcar. Camino de casa agotado siento como los tambores y
clarines comienzan ya a rugir, porque en unas horas comienza el Amanecer Santo de Cuenca.
En otro articulo contaré cómo fue mi experiencia al vivir la procesión Camino del Calvario en las filas de la Hermandad de San Juan Evangelista, mi primera procesión de la amanecida más larga que tiene Cuenca.

Revista La Columna nº 8.
https://issuu.com/jesusamarrado/docs/la_columna_8_2018

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